18 marzo 2007

Calcetines

Con el paso del tiempo, los calcetines nos deparan grandes sorpresas. Poca importancia tiene el hecho de que se desgasten o de que, debido entre otras cosas a la altivez de nuestras uñas, les salga un agujero justo enfrente del dedo gordo. Irrelevante hasta cierto punto es la posibilidad de que la cabeza de un hilo asome y amenace, día tras día, con estirarse.

Sin embargo, mayor relevancia tiene otro hecho. Tenemos muchos calcetines de color negro: algunos pares son idénticos, pero otros no los compramos en un pack de seis y son, inicialmente, distintos, aun por pequeños detalles. A partir de este estado de cosas, éstas se van complicando.

La complicación no tiene su inicio en el momento de ahogar a los calcetines en agua envenenada con detergente, ni siquiera a la hora de ahorcarlos con pinzas en una cuerda. La complicación comienza cuando ya tenemos los calcetines limpios y secos sobre la mesa y tenemos que emparejarlos.

Hay varias formas, varios métodos para emparejar calcetines, pero todos conducen, inexorablemente, al fracaso.

El primer método consiste en coger, al azar, un calcetín y buscar su pareja. El problema esencial en esta situación es que hay calcetines muy introvertidos y excesivamente solitarios: tras compararlo con todos sin encontrar su pareja, finalmente desistimos y lo arrojamos, desesperados, a una esquina de la mesa. Por regla general, su pareja, igualmente introvertida y solitaria, estará escondida debajo de un jersey.

Seguimos cogiendo calcetines al azar y buscando su pareja, con las ventajas de que, conforme avanzamos en esta operación, cada vez quedan menos calcetines y, sobre todo, de que ya hemos observado, minuciosamente, muchos de ellos por si eran la pareja de otros calcetines que ya hemos emparejado, lo que nos permite seguir emparejando con una velocidad considerablemente superior a la inicial.

El segundo método consiste en extender sobre la mesa todos los calcetines en paralelo, si es que es posible juntar las palabras ‘calcetín’ y ‘paralelo’ sin crear confusión en la mente. Una vez alineados, es importante contar cuántos calcetines tenemos sobre la mesa. En caso de que el número sea impar, nos veremos obligados a buscar y rebuscar entre toda la ropa otro calcetín. Si lo encontramos, lo alineamos con el resto; si no lo encontramos, estaremos especialmente alerta durante el resto del procedimiento.

Mientras realizamos la operación de emparejamiento calcetinesco, nuestro rostro tendrá una expresión similar a la que adopta cuando realiza un crucigrama sin tener las soluciones a la vista, de forma que si alguien nos viera pensara que, en vez de emparejando calcetines, estamos resolviendo un problema de física cuántica.

El desarrollo de ambos métodos, como hemos dicho, conduce irremediablemente al fracaso: siempre acabaremos la faena con la sensación de que hemos cometido una atrocidad emparejando calcetines cuya compatibilidad no teníamos muy clara, y con el remordimiento de conciencia que nos producirá el sabernos culpables de que, al menos, cuatro calcetines se pasarán varios días soportando una inaguantable vida de pareja.

Nos sentiremos atormentados porque sabremos que, hasta que no regresen a la mesa, los calcetines que hemos malemparejado sólo van a tener sufrimiento: la pareja equivocada, el ahogamiento, el ahorcamiento. La mesa, pues, es el paraíso de los calcetines: en ella pueden disfrutar, al menos, de unos momentos de libertad.

No obstante, hay quien consigue un emparejamiento perfecto de sus calcetines, y siempre los guarda en perfectas parejas. Flaco favor a una gran mayoría de calcetines, que también gustan de nuestros errores, puesto que les permiten practicar el intercambio de parejas e, incluso, algún que otro trío.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca había pensado en escribir algo sobre unos calcetines, pero después de leer tu poesía, me has abierto un horizonte, una nueva dimensión, una nueva categoría que denominaré "poesía doméstica"
Saludos.