31 agosto 2009

Asunción

No hay más opción que asumir las estrellas.

Podemos ponernos unas alas
de terciopelo cósmico,
ascender universo, tocarlas
y que nos arda de amor el alma,

pero todo será metáfora,
como las mariposas de la barriga.

La próxima vez que te aleteen,
destrípate
y comprueba si anidan adentro.

Te saldrá sangre y quizá bilis,
y trozos de tripas e intestinos,

pero todo será realidad,
como el dolor que te atenace.

Asumamos las estrellas,
y evitemos la ceguera que impone
lo que impera desde arriba.

29 agosto 2009

El plop del vacío al liberarse

Por más que insistió, fue incapaz de abrir aquel bote de banderillas picantes. Recordó el truco de la cucharilla, así que cogió una, hizo palanca en la ranura que quedaba entre la tapa y el cristal y, tras tres intentos, escuchó el plop del vacío al liberarse de sí mismo.

Empezó a comer banderillas, una tras otra, a una velocidad pasmosa, engulléndolas enteras: el pepinillo, la guindilla, la aceituna, el pimiento y la cebollita, todo junto, todo dentro de su boca, que masticaba y tragaba, masticaba y tragaba, así hasta doce veces. Mientras se atiborraba a banderillas pensó en el plop del vacío al liberarse, porque aquel sonido era el sonio del vacío al liberarse de sí mismo y diluirse en... Aquí su pensamiento se paraba y vacilaba, aunque su boca siguiera masticando y engullendo, pues no le parecía bien que el contrario del vacío fuera “el lleno”, o “lo lleno”, aunque en rigor lo era: el antónimo de vacío es lleno, eso lo sabía hasta un niño pequeño, de hecho él lo estudió quizá en tercero de E.G.B., pero no sabía hasta qué punto ese vacío que había dentro del bote de banderillas antes de abrirlo era realmente un vacío: allí tenía que haber algo, porque, de no haberlo, en aquel vacío estaría entonces contenida la nada, pero la nada era inconcebible, nunca nadie la había visto ni nunca nadie la vería, de modo que en aquel vacío del bote de banderillas no podía haber nada. Como su pensamiento se enredaba y se arrinconaba, mientras su boca seguía masticando una banderilla con un trozo de pepinillo enorme, se dirigió a las estanterías de la habitación y cogió el diccionario. Resultó que vacío significa, entre otras cosas, espacio carente de materia. Esto le confirmaba su primera intuición, pues la nada no puede ni siquiera estar en un espacio, pues un espacio ya es algo, aunque carezca de materia, pero ya es un espacio.

Dejó, con una nueva mancha, el diccionario en su sitio y regresó a la cocina. Cogió la última banderilla y se la metió entera en la boca abierta, que inmediatamente cerró, y tiró del palillo en que estaban ensartados el pepinillo, la guindilla, la aceituna, el pimiento y la cebollita. Masticó y, entretanto, abrió una cerveza con el mechero, haciendo palanca con su mano, y entonces volvió a escuchar el plop del vacío, y pensó que qué más daba no saber qué diablos era aquello del vacío, porque las cosas al vacío estaban realmente buenas. Nada más tener este pensamiento dejó el casco vacío de la cerveza sobre la encimera y eructó. Entonces, concluyó, éste debe de ser el eco del vacío.

28 agosto 2009

Reservas

Un día empezó a sospechar que andar con tantas reservas por la vida sólo le iba a traer complicaciones, así que cogió su agenda y el teléfono para empezar a cancelar todas las que tenía hechas.

Se sorprendió al advertir que tenía, para el próximo mes y medio, ni más ni menos que cincuenta y tres reservas en sitios tan distintos como, entre otros, un restaurante vegetariano y una corrida de toros. Tras analizar pormenorizadamente todos los lugares y eventos para los que tenía reserva, empezó a comprender que su vida era una sucesión ininterrumpida de contradicciones, porque al día siguiente, el veintinueve de agosto, tenía previsto asistir a una conferencia contra el maltrato animal y a la manifestación correspondiente, pero dos días después, el treinta y uno, tenía reserva para asistir como espectador y apostar en una pelea clandestina de perros.

Por más que se empeñase en tratar de lavar su conciencia, no dejaba de advertir las incoherencias de su vida. Si el día treinta iba a asistir a una subasta en la que pujaría por un lote de ropa Made in Bangkok del que las autoridades se habían incautado en la aduana, el primero de septiembre tenía previsto acudir a firmar en persona a las oficinas de Amnistía Internacional contra la importación y venta de ropa fabricada por mano de obra infantil, práctica de la que no se jactaban empresas como Nüke y tantas otras, que tan buena tajada sacaban de cada prenda.

Conforme pasaba las páginas de su agenda, su rostro se demudaba. Empezó a preguntarse quién diablos era y, tras un ataque de ansiedad, no supo ni quién ni qué ni cómo ni cuándo ni por qué, así que cogió el teléfono y reservó hora para el psicólogo. Tras colgar tuvo un momento de vacilación, pero finalmente marcó otro número y le pidió cita al curandero de un pueblo vecino.

Qué muerte más complicada

Nunca pensó que morir fuese tan complicado. Cuando dos tipos colocados encontraron su cuerpo, con dos agujeros en el pecho, dentro de un contenedor de basura, lo llevaron a objetos perdidos, porque le habían robado la cartera y allí, entre el olor a podredumbre que salía de las alcantarillas y los maullidos agónicos de gatos famélicos, no supieron qué hacer cuando no le encontraron ninguna identificación en los bolsillos, así que lo metieron en un carrito de supermercado y lo dejaron en la puerta de la oficina de objetos perdidos.

Allí estuvo su cuerpo dos días —¡dos días!— dentro de la caja de un contrabajo. Al tercer día llegó el forense, abrió aquella caja y dictaminó, inmediatamente y sin ningún tipo de examen preliminar ni posterior, “una muerte por sendos disparos de bala del calibre cuarenta y cinco que han impactado en cada uno de los ventrílocuos del corazón”.

—Ventrículos —se corrigió, carraspeando—. Siempre los confundo —añadió en voz baja, casi avergonzado, antes de toser y dar otra calada a su cigarrillo. Lo apagó en uno de los cierres dorados de la caja del contrabajo y lo arrojó a la papelera, pero la colilla cayó al suelo, a metro y medio de su objetivo—. Siempre fallo... —dijo, afligido, mirando los ojos abiertos del difunto.

En aquella misma caja transportaron su cuerpo al depósito de cadáveres, pero hubo un accidente, un choque en cadena sobre el puente, y la caja, cerrada, cayó al río. Cuatro días después la encontraron veinte kilómetros río abajo, entre unos matorrales que se comían el agua con un ímpetu de pitón.

Por fin llegó al depósito, donde permaneció los siete días reglamentarios a la espera de que alguien lo reclamara, pero nadie lo reclamó. Sin embargo, lo visitaron varias personas que buscaban a sus respectivos desaparecidos. Una pareja de ancianos que preguntaba por su hijo, cuya descripción era parecida a la de nuestro muerto.

El lector ya imaginará que el cuerpo de nuestro difunto estaba gravemente deteriorado, pues había servido de banquete a cangrejos, peces, gusanos, moscas, ratas y, por último, a un perro hambriento que se llevó gran parte de las piernas y de los brazos. Aún así, hubo un tipo que hizo una reconstrucción a lápiz del rostro, y aquel rostro, el que había dibujado aquel tipo, se parecía infinitamente al hijo de aquella pareja de ancianos.

—Pero no es él —se resignó el hombre—. Ésta no es su cara.

También: una mujer de cincuenta y pocos años, un chico de veintitantos, otra pareja de ancianos, una mujer de cuarenta y tres y diecinueve estudiantes de medicina, que le abrieron el pecho, extrajeron las balas y volvieron a coserlo, pero no hicieron nada por reconstruirle los brazos o las piernas, que eran las partes de su cuerpo que mayores desperfectos presentaban.

Pasados los siete días reglamentarios y las veintiséis personas que lo visitaron, el enterrador se llevó su cuerpo dentro de una bolsa negra. De haber estado vivo se habría alegrado de que, a pesar de no haber sido reclamado por nadie —¡y a pesar de todos los amigos que tenía!—, no hubiesen oficiado ninguna ceremonia para fingir que aquél no era el fin, que ahora vivía otra vida mejor.

Pero no estaba vivo, así que ni le importaba ni le dejaba de importar. Nada. Se trataba de un hecho absoluta y radicalmente indiferente para él, aunque no para su memoria, pero su misma memoria era historia. Así que el enterrador lo bajó de su furgoneta frigorífica y lo metió directamente en uno de los nichos destinados a los indigentes y a los sin nadie. No guardó el cuerpo dentro de la correspondiente caja de madera, porque en aquella ciudad había muchos indigentes y muchos sin nadie, y la madera la vendía a buen precio a un amigo carpintero. Así, al menos, podía permitirse algunos lujos, y sabía que a ellos, a los muertos, les importaba un pito. Como él decía:

—Ni les importa ni les deja de importar. Están muertos, y ya.

También cogía las cruces de oro y los marcos de plata que mucha gente dejaba sobre las tumbas, o en la repisa de los nichos, y los vendía a buen precio a un joyero amigo suyo, que los transformaba en nuevas cruces y nuevos marcos, y anillos, y collares, que vendía a mejor precio.

Después de tapiar el nicho y colocar la lápida de yeso en la que él mismo escribió algo a lápiz, volvió a su furgoneta y se fue.

Y allí se quedó nuestro difunto, con el cuerpo medio amputado, rajado y cosido, metido en una bolsa de plástico negro, sin un mísero ataúd que custodiara sus huesos, tras una placa de yeso en la que apenas se podía leer este garabato:

Juan Nadie 236.932

Pero qué más le daba al muerto. Ni le importaba ni le dejaba de importar. Estaba muerto, y ya.

Trece días antes de que el enterrador escribiese aquel número en la lápida de yeso, uno de los tipos que habían encontrado un cadáver en un callejón se dio cuenta de que el otro, su colega, le había tomado el pelo, porque el muy cabrón tenía debajo del fregadero, detrás de los botes vacíos de cerveza, la cartera del muerto que se habían encontrado la tarde anterior. Antes de que su colega saliera del baño, sacó los cincuenta y cinco euros que había en la cartera y se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. A él tampoco le importaba que su colega le hubiera engañado. Ni le importaba ni le dejaba de importar, por lo que si yo fuera el enterrador diría que estaba muerto, y ya.

27 agosto 2009

La muerte y la fiesta

Yo no sabía que la muerte y la fiesta estaban tan íntimamente próximas. Recientemente descubrí que hay gente que va al tanatorio después de salir de fiesta, no porque algún amigo haya fallecido la noche de autos, sino porque el tanatorio, que tiene cantina, sigue abierto cuando ha cerrado todo lo demás. Anteayer, a las 6.30 a.m., me enteré en la barra de Mundaka, en la Carretera de Santa Catalina, de que una Heineken cuesta en el Tanatorio Arco Iris un euro y medio, mientras que en Mundaka cuesta tres (esto es lo que le reprochaba un cliente a la camarera).

Gran negocio, pues, el de las pompas fúnebres, que, además de servir de lugar de reunión para quienes sufren la pérdida de un familiar o un amigo, da de beber a aquéllos para quienes las ocho de la mañana es aún temprano para recogerse.

24 agosto 2009

Imposibilidad ontológica

Cómo contarte,
con qué palabras decirte,
cómo hacer para que comprendas,

(la poesía no sirve para este menester)

si no puedes entenderlo

(esto no es poesía, no quiere serlo)

porque todas tus lápidas
bloquean mis palabras
y sólo te quedan sordos los oídos
y llenos de cemento los ojos,

(no son metáforas, sino realidad
tus ojos y tus oídos formateados)

porque tu ser... Tu ser
es un ser ajeno.

(Han modelado tu ser).

No me escuchas.
¿Lo ves?

(Estas ya no son letras,
ni siquiera herejías.
Son payasadas
para que tú te rías
de las rimas fáciles
con tristes melodías).

No lo ves,
ni puedes verlo,
porque no escuchas.

¡Ni siquiera sabes de qué te hablo!

10 agosto 2009

El gato que fue Dios

—He aquí un gato del Diablo: la purísima reencarnación del Maligno nos acecha.

Pues no. He aquí un gato tímido, introvertido, huraño. Un gato que conoce al ser humano y sabe con toda precisión que el hombre es el único responsable de todo el mal y de todo el bien que hay en la Tierra. El gato, que ya fue Dios en religiones antiguas, queda hoy relegado a mascota, animal doméstico, felino salvaje que deambula con sigilo por callejones y contenedores de basura. Y tú, a este Dios que fue gato, a este gato que ha sido Dios, lo desprecias.

Por eso un día tu Dios será otra mascota, animal doméstico o criatura salvaje.