Aquel verano fue inolvidable. Declararon a finales de julio un nuevo estado de alarma; la quinta ola de la pandemia rompió por todo lo alto, con dos variantes nuevas del virus que nadie se habría jamás imaginado: la variante jumillana y la variante lumbrerense, que desde mediados de mayo se habían ido expandiendo por la región gracias a la movilidad sin restricciones y a las fiestas nocturnas desbocadas; además, como su periodo de incubación era de treinta días, se manifestaron el quince de julio; el veinte, los hospitales estaban colapsados y miles de murcianos eran trasladados a los de otras comunidades, donde contagiaron al por mayor y facilitaron la expansión de las variantes.
El treinta de julio la Comunidad Europea dio la orden de cerrar la península ibérica por el caos que estas cepas estaban generando: sus síntomas eran terribles, con fiebres altas, temblores, espasmos, diarreas, vómitos, supuraciones, gases incontenibles, dolores musculares, neumonías bilaterales, pero nadie moría: pasaban los días y los infectados se acumulaban en los hospitales, cada vez más, cada vez más, sin llegar a ser cadáveres, lo cual alarmaba a los gestores de los servicios de sanidad, pues lo esperable era que fueran muriendo y dejando camas libres; sin embargo, nadie moría y todos requerían atención médica urgente, lo cual llevó a más de un intelectual a pensar en el carácter profético de Las intermitencias de la muerte.
A mediados de agosto el gobierno declaró el estado de excepción. Los derechos fundamentales se suspendieron. El ejército dejaba comida y material sanitario en las puertas de los edificios. Nadie podía salir a la calle, ni siquiera para ir al hospital, pues en las aceras que rodeaban los hospitales se acumulaban los pacientes tumbados sobre sábanas, colchones, sentados en sillas y tumbonas playeras, bajo paraguas o sombrillas. Para evitar la histeria colectiva, se suspendió la conexión a internet y se bloquearon las comunicaciones telefónicas. La televisión no informaba de nada, tan solo emitía videotutoriales sobre cómo tratar la diarrea, how-to make yourself una intubación, cómo curar las supuraciones cutáneas, cómo desinfectar el vómito, cómo controlar los temblores.
A finales de agosto la situación se estabilizó: la mitad de la población española estaba infectada con unas variantes del virus que no desaparecían, pues su peculiaridad era precisamente su persistencia: si estabas enfermo, al parecer, ibas a vivir siempre enfermo. La operación “Traslado” comenzó el uno de agosto: los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado que no estaban infectados comenzaron a trasladar a los ciudadanos infectados al sur de la península, y a los no infectados al norte. En la operación se produjeron nuevos contagios, así que finalmente la España Infectada llegó hasta Soria, incluida; la España Desinfectada ocupó desde La Rioja hasta el mar Cantábrico. Portugal, completamente infectada, se anexionó, en un acto de amor vírico, a la España Infectada. Se levantaron trincheras y se establecieron puesto de control en todas las zonas de tránsito para contener a los infectados del sur, cuyos síntomas comenzaron a remitir a finales de septiembre, pero que, tras las pruebas epidemiológicas pertinentes, seguían portando el virus con un alto poder de contagio.
Con este panorama, la oposición política comenzó a reclamar libertad para la España Infectada. Se organizaron grupos revolucionarios en defensa de la libertad de movimiento y se exigió el fin del estado de excepción, alegando que la excepción había dejado de serla, pues en aquel momento la excepción era, precisamente, no estar infectado. Los sondeos del CIS daban la victoria aplastante al Partido Popular, que defendía a los Infectados y sus libertades, mientras que el Partido Socialista trataba de defender a unos y a otros, pero, precisamente por eso, no defendía a ninguno de forma contundente, aunque argumentó que el hecho de que el Partido Popular exigiese libertad para los infectados desde la nueva sede del Parlamento Español, situado en Cantabria, y no desde, pongamos por caso, la Asamblea Regional de Murcia, mostraba su hipocresía. Para refutar estas razones el Partido Popular trasladó su sede a San Sebastián, cambió su denominación en el Registro de Partidos y Asociaciones, y pasó a llamarse Partido Portador, con lo que el ochenta y siete por ciento de la población española, portadora de virus, lo votó en las siguientes elecciones.
Haciendo uso del principio democrático en cuya virtud la mayoría tiene derecho a que el resto de la población viva según su voluntad, la España Infectada, Vírica y Libre se anexionó la España Desinfectada, que enseguida cayó bajo el influjo del virus e hizo más grande a la Infectada, Vírica y Libre; en medio de la contienda, los franceses, con el acuciante y ferviente apoyo del resto de países de la Unión Europea, levantaron un muro de hormigón armado de treinta metros de alto y diez de ancho a lo largo de toda la frontera francohispana en apenas una semana: todas las empresas constructoras de Europa -salvo Dragados, Ferrovial y el resto de hispanas y lusas, obviamente- intervinieron en esa obra faraónica. Y en vista de que el Partido Portador estaba dispuesto a dar por terminado el estado de excepción y devolver a los ciudadanos sus derechos y libertades, todos los países del mundo acordaron prohibir la entrada a sus territorios a cualquier tipo de vehículo procedente de la península ibérica.
Esto ocurrió hace tres años. Ahora, en julio de 2024 las corrientes de opinión están cambiando, pues los votantes tradicionales del Partido Portador están muy descontentos con la falta de previsión de sus representantes. Los inmigrantes, pese a la crisis sanitaria, siguieron llegando por el sur, pues preferían vivir infectados a morir sanos; el gobierno no podía devolverlos, pues ningún vehículo podía salir de la península, ni por tierra, ni por mar ni por aire, y eran tantos los que llegaban (el hecho de saber que jamás podrían devolverlos a sus países de origen generó un efecto llamada inaudito) que no había sitio en los centros de inmigrantes; se habilitaron los polideportivos primero y las urbanizaciones a medio construir después, pero ni con esas, así que las autoridades pensaron que habría sitio suficiente en los estadios de fútbol, que enseguida se llenaron de residentes. Al habilitar estos lugares para acoger a los inmigrantes se imposibilitó la continuidad de las ligas, y esto, y no otra razón, fue el detonante del cambio de opinión ciudadana.
La falta de previsión del Partido Portador, que había imposibilitado que las ligas de fútbol continuasen, determinó su debacle en las siguientes elecciones, cuando la sexta ola apenas había comenzado, pero eso ya es otra historia.