Cuando llegó se quedó maravillado. Así que aquellas eran las pirámides. Ni las fotos de las enciclopedias ni las pinturas les hacían justicia. Eran enormes, inmensas, desmesuradas.
En un primer momento pensó en quedarse a contemplarlas, mantenerse alejado de Hungría, su tierra, que estaba siendo ocupada, aquel diecisiete de marzo de 1944, por los nazis, pero le vino a la memoria aquel lugar, la playa del póster en blanco y negro que tenía en la pared de su laboratorio: Honolulu.
Cuando llegó se llevó una decepción. La playa del póster era una maravilla, un lugar paradisíaco, pero aquella playa... Era la misma, pero estaba llena de basura, algas y maderas podridas arrastradas por la marea, así que, con el ceño fruncido, rebuscó en su memoria un lugar al que siempre hubiese querido ir.
Extrañamente, no se le ocurrían más que nombres de países que estaban cerca del suyo. Después le vino a la mente Nueva York, la Antártida, las Galápagos, cualquier sitio lejos de su patria, pero no quería ir a aquellos sitios: quería sitios sublimes, mayestáticos. ¡Ajá! Por ejemplo. Aquel lugar estaría muy bien y, aunque estaba en Italia y la guerra allí estaba en plena ebullición, los combates no habrían llegado hasta aquel rincón, así que se subió en el teletransportador que acababa de inventar hacía quince minutos y tecleó las coordenadas.
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Sus esperanzas eran mínimas cuando introdujo por enésima vez las coordenadas 30º 02 25.21"N, 31º 05 38.93"E. Llevaba cinco años trabajando en el teletransporte y todo eran fracasos, pero cuando insertó el último dígito y apretó el botón, sintió que su cuerpo iba a explotar. Una ola de calor lo envolvió por completo y, de pronto, la materia pareció disolverse, desintegrarse, desleírse a una velocidad frenética. De repente apareció allí, al pie de la Pirámide de Keops.
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Antes de teletransportarse a las coordenadas 40° 49′ 0″ N, 14° 26′ 0″ E debería haber tenido en cuenta, aun en contra de toda microscópica probabilidad, que el Vesubio podría estar en erupción.
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