Nunca pensó que morir fuese tan complicado. Cuando dos tipos colocados encontraron su cuerpo, con dos agujeros en el pecho, dentro de un contenedor de basura, lo llevaron a objetos perdidos, porque le habían robado la cartera y allí, entre el olor a podredumbre que salía de las alcantarillas y los maullidos agónicos de gatos famélicos, no supieron qué hacer cuando no le encontraron ninguna identificación en los bolsillos, así que lo metieron en un carrito de supermercado y lo dejaron en la puerta de la oficina de objetos perdidos.
Allí estuvo su cuerpo dos días —¡dos días!— dentro de la caja de un contrabajo. Al tercer día llegó el forense, abrió aquella caja y dictaminó, inmediatamente y sin ningún tipo de examen preliminar ni posterior, “una muerte por sendos disparos de bala del calibre cuarenta y cinco que han impactado en cada uno de los ventrílocuos del corazón”.
—Ventrículos —se corrigió, carraspeando—. Siempre los confundo —añadió en voz baja, casi avergonzado, antes de toser y dar otra calada a su cigarrillo. Lo apagó en uno de los cierres dorados de la caja del contrabajo y lo arrojó a la papelera, pero la colilla cayó al suelo, a metro y medio de su objetivo—. Siempre fallo... —dijo, afligido, mirando los ojos abiertos del difunto.
En aquella misma caja transportaron su cuerpo al depósito de cadáveres, pero hubo un accidente, un choque en cadena sobre el puente, y la caja, cerrada, cayó al río. Cuatro días después la encontraron veinte kilómetros río abajo, entre unos matorrales que se comían el agua con un ímpetu de pitón.
Por fin llegó al depósito, donde permaneció los siete días reglamentarios a la espera de que alguien lo reclamara, pero nadie lo reclamó. Sin embargo, lo visitaron varias personas que buscaban a sus respectivos desaparecidos. Una pareja de ancianos que preguntaba por su hijo, cuya descripción era parecida a la de nuestro muerto.
El lector ya imaginará que el cuerpo de nuestro difunto estaba gravemente deteriorado, pues había servido de banquete a cangrejos, peces, gusanos, moscas, ratas y, por último, a un perro hambriento que se llevó gran parte de las piernas y de los brazos. Aún así, hubo un tipo que hizo una reconstrucción a lápiz del rostro, y aquel rostro, el que había dibujado aquel tipo, se parecía infinitamente al hijo de aquella pareja de ancianos.
—Pero no es él —se resignó el hombre—. Ésta no es su cara.
También: una mujer de cincuenta y pocos años, un chico de veintitantos, otra pareja de ancianos, una mujer de cuarenta y tres y diecinueve estudiantes de medicina, que le abrieron el pecho, extrajeron las balas y volvieron a coserlo, pero no hicieron nada por reconstruirle los brazos o las piernas, que eran las partes de su cuerpo que mayores desperfectos presentaban.
Pasados los siete días reglamentarios y las veintiséis personas que lo visitaron, el enterrador se llevó su cuerpo dentro de una bolsa negra. De haber estado vivo se habría alegrado de que, a pesar de no haber sido reclamado por nadie —¡y a pesar de todos los amigos que tenía!—, no hubiesen oficiado ninguna ceremonia para fingir que aquél no era el fin, que ahora vivía otra vida mejor.
Pero no estaba vivo, así que ni le importaba ni le dejaba de importar. Nada. Se trataba de un hecho absoluta y radicalmente indiferente para él, aunque no para su memoria, pero su misma memoria era historia. Así que el enterrador lo bajó de su furgoneta frigorífica y lo metió directamente en uno de los nichos destinados a los indigentes y a los sin nadie. No guardó el cuerpo dentro de la correspondiente caja de madera, porque en aquella ciudad había muchos indigentes y muchos sin nadie, y la madera la vendía a buen precio a un amigo carpintero. Así, al menos, podía permitirse algunos lujos, y sabía que a ellos, a los muertos, les importaba un pito. Como él decía:
—Ni les importa ni les deja de importar. Están muertos, y ya.
También cogía las cruces de oro y los marcos de plata que mucha gente dejaba sobre las tumbas, o en la repisa de los nichos, y los vendía a buen precio a un joyero amigo suyo, que los transformaba en nuevas cruces y nuevos marcos, y anillos, y collares, que vendía a mejor precio.
Después de tapiar el nicho y colocar la lápida de yeso en la que él mismo escribió algo a lápiz, volvió a su furgoneta y se fue.
Y allí se quedó nuestro difunto, con el cuerpo medio amputado, rajado y cosido, metido en una bolsa de plástico negro, sin un mísero ataúd que custodiara sus huesos, tras una placa de yeso en la que apenas se podía leer este garabato:
Juan Nadie 236.932
Pero qué más le daba al muerto. Ni le importaba ni le dejaba de importar. Estaba muerto, y ya.
Trece días antes de que el enterrador escribiese aquel número en la lápida de yeso, uno de los tipos que habían encontrado un cadáver en un callejón se dio cuenta de que el otro, su colega, le había tomado el pelo, porque el muy cabrón tenía debajo del fregadero, detrás de los botes vacíos de cerveza, la cartera del muerto que se habían encontrado la tarde anterior. Antes de que su colega saliera del baño, sacó los cincuenta y cinco euros que había en la cartera y se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. A él tampoco le importaba que su colega le hubiera engañado. Ni le importaba ni le dejaba de importar, por lo que si yo fuera el enterrador diría que estaba muerto, y ya.
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