Tenía una vida
de película, pero de película de Hollywood: fue la chica más popular de su
colegio, la más envidiada de su instituto, la más admirada de su barrio, la más
reconocida en su ciudad y, para mayor gloria, se casó con el médico más famoso
de su país, un cirujano de renombre internacional. No hace falta que
describamos aquí el día de su boda: piense el lector en una boda de película,
pero de película de Hollywood, y se hace una idea. Tampoco es necesario que
digamos nada de su casa ni de sus viajes: el lector puede hacer lo mismo.
Sin embargo, sí
diremos algo del deseo más profundo que albergaba esta mujer en su interior y
que nunca, por un extraño pudor morboso, pudo confesar a su marido, por más que
hoy se ha arrepentido infinitamente de no habérselo contado nunca, porque hoy
es nunca para este ilustre cirujano.
Los primeros
años de matrimonio le obsesionaba la idea, y a veces se descubría esperando que
pasase algo para cumplir con su deseo, hasta el punto de que fantaseaba, por
ejemplo, con que alguien se atragantase durante una comida, y solo ofrecemos
este ejemplo, pues hay otros que harían ruborizar al lector e incluso le harían
espantarse: por consideración a esta mujer, no al lector, no los mencionaremos,
aunque el lector quizá salga beneficiado con esta omisión, siendo esta otra
prueba de cómo un beneficio individual puede repercutir con provecho sobre el
prójimo. En cualquier caso, piense el lector que los primeros quince años de
matrimonio vivió atormentada por esta fantasía mórbida, por este deseo infausto,
por este capricho insano.
Ella deseaba gritar
algún día, a pleno pulmón, en medio de un montón de gente, aquella frase de
película: ¡No se preocupen! ¡Mi marido es
médico!, apareciendo así como una salvadora implacable, como una diva
inmaculada. Pero la ocasión nunca se presentaba, a pesar de los cientos de actos
sociales y eventos públicos a los que asistían.
Hoy, sin
embargo, es tarde. El insigne cirujano falleció hace unas horas y he aquí su
funeral. La familia llora, los amigos lloran, el dolor habita hoy entre
nosotros más que nunca. E, ironía del destino, es hoy cuando un niño que come Lacasitos en el pasillo del tanatorio se
atraganta justo en el preciso instante en que la mujer regresa del aseo, tras
arreglarse un poco después de haber sufrido una explosión de llanto
incontenible. Al ver al niño atragantarse, emitiendo sonidos estertóreos y
agarrándose la garganta con ambas manos; al observar el espanto y el miedo de
la gente que había alrededor, paralizada sin saber qué hacer ante aquel niño cuya cara parecía deformarse por
momentos entre toses y silbidos; fue entonces cuando se acercó corriendo hacia
el niño y a pleno pulmón gritó: ¡No se
preocupen! ¡Mi marido es médico!, pero nada más acabar el grito tropezó y
se derrumbó sobre el niño, que ya se retorcía en el suelo del pasillo, reluciente,
inmaculado, el suelo, no el niño; la gente paralizada todavía, a la espera del
médico anunciado por aquella señora que, arrasada por el llanto más desolador
del mundo, yacía sobre el niño, por cuya boca habían salido disparados como por
un géiser los diecisiete Lacasitos que casi lo matan al atrancarse en su
garganta.
1 comentario:
Resulta triste y cómico a la vez.
Buen retorno, Sr. E.
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