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[Albert Camus: El extranjero] |
«Iba a decirle que se equivocaba al obstinarse: ese último punto no era tan importante. Pero me cortó y me exhortó una última vez, erguido en toda su estatura, preguntándome si yo creía en Dios. Respondí que no. Se sentó con indignación. Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, incluso los que se apartaban de su faz. Tal era su convicción y si alguna vez la pusiera en duda, su vida ya no tendría sentido. «¿Quiere usted -exclamó- que mi vida carezca de sentido?» A mi juicio, ese asunto no me concernía, y se lo dije. Pero por encima de la mesa, puso el Cristo ante mis ojos y gritó desatinadamente. «Soy cristiano. Le pido que perdone tus pecados. ¿Cómo puedes creer que no sufrió por ti?» Me di perfecta cuenta de que me tuteaba. Me sentía harto. El calor se hacía cada vez más fuerte. Como siempre, cuando deseo desembarazarme de alguien al que apenas escucho, hice como si lo aprobara. Para sorpresa mía, prorrumpió en triunfo: «¿Lo ves?, ¿lo ves? -decía-. ¿No es cierto que crees, que vas a confiarte a él?». Por supuesto, dije no una vez más. Volvió a derrumbarse en su sillón.»
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