Hay días ventosos en los que desearíamos ser de barro, tener un cuerpo maleable, dúctil, gelatinoso, para arrojarnos, como una exhalación, contra las paredes de nuestro cuarto con la fluidez de un orgasmo, deslizarnos hasta el suelo y quedarnos tendidos hechos charco, lodazal, pantano.
Nos encantaría que, a continuación, una aspiradora succionase nuestra masa viscosa, elástica, espesa, para hacernos compactos en el interior de su estómago, y que nos arrojasen desde un décimo piso para sentir cómo el viento nos despedaza y arrastra los fragmentos de nuestro barro, los esparce, los disemina, los disgrega.
¡Qué sensación la de caer a lomos de un pájaro, en el costado de un gato, sobre el filo de una antena! Nuestros cientos de pedazos nos permitirían recibir cientos de impresiones que se fundirían en una única percepción: cómo nos aplastan las ruedas de una apisonadora, cómo nos arroja la mano de un niño contra la cara de otro niño, cómo salpicamos los cristales de un balcón, dejando un rastro como de sangre, de pintura, de barro.
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