Después de bajar las escaleras
(pero de bajarlas
y rebajarlas
y masbajarlas
y transbajarlas,
porque qué largas
y pronunciadas
y continuadas
las escaleras),
allí estaba acurrucado
pardo y solo el gato
en el sótano.
¿Qué hacía el gato
allí debajo?
No en lo alto de un árbol
o a la sombra de un carro,
o encima de un tejado
o investigando el barro,
sino solo y pardo el gato
acurrucado en el ático.
El gato esclavizado
y triste por su amo.
No tanto daría el gato
a cambio de comida,
pues su vida más divertida
en la basura sería
y no encerrado en un sótano
o en un ático,
que al gato le da mismo
cinco que quinientos,
así que no hablemos de logaritmos
ni de pasatiempos,
ni tu consola ni tus libros,
ni tu sofá ni tu tocadiscos
compensan los mordiscos
que ha perdido el gato
por no estar vagando
sigiloso y a hurtadillas
por todos los tejados
con los que tú sueñas
o tienes pesadillas,
pero deja al gato
que a las gatas trigueñas
persiga entre barandillas
y entre cubos de basura,
entre alcantarillas
y coches aparcados.
¿Qué le importa al gato
tu par de zapatillas?
Le interesan más al gato
una cola de pescado,
la cabeza de una gamba,
un ovillo de cordel,
las migajas de un mantel,
los cordones de unas bambas.
¡No comprendes al gato!
Y eso que tú eres un gato
y vives en un ático,
o en un sótano...
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