Paseaba un día por una montaña ateniense y le pareció ver un canto de metal sobresaliendo de la tierra. Con cuidado, sabedor de que en ocasiones se encontraban objetos valiosos de antiguas civilizaciones, escarbó con sus dedos y desenterró lo que a todas luces era una moneda. Con el filo de su uña le quitó la tierra incrustada y con su cantimplora le echó agua para limpiarla, de modo que ante su vista quedó la moneda, algo desgastada por el paso del tiempo. Sin duda era griega: allí se veía, en la cara que tenía a la vista, donde estaba esculpida en relieve la lechuza. Un tetradracma. Si un dracma eran seis óbolos, pensó, ¿un tetradracam serían veinticuatro óbolos? ¿Los tetradracmas eran de oro o de plata? Serían de plata, porque esto no es oro. Al darle la vuelta a la moneda casi le da un infarto, porque allí no estaba la cara de Atenea, sino una inscripción en la que podía leerse, en griego antiguo: “Siglo III antes de Dios”. En un instante se le agolparon los síntomas físicos: aceleración del pulso, sudores fríos, taquitardia. Por unos segundos se le nubló la vista. Se restregó los ojos y volvió a leer: “Siglo III antes de Dios”.
En un primer momento se sintió confuso, casi abatido, porque tal inscripción tiraba por tierra su completa certeza en la inexistencia de cualquier deidad más allá del puro concepto y de la mera idea, porque no ponía “antes de Cristo”, sino “antes de Dios”, pero en seguida, tras fruncir el ceño, respiró aliviado, porque el hecho de que la moneda fuera del siglo III antes de Dios quería decir que el tal Dios no era eterno, que había habido muchas cosas antes que él y, por tanto, no podía ser un dios en condiciones, un dios que se sustentase y no se derrumbase ante el poder de la razón, de modo que Dios seguía sin existir.
Poco después, mientras vendía la moneda a un anticuario por un precio desorbitado, pensó otras cosas y se divirtió mucho imaginando al artesano acuñador que tuvo la ocurrencia de gastar semejante broma.