A veces contengo la respiración hasta el mismo borde de la muerte. No me resisto a experimentar los instintos de mi cuerpo. Observo que no soy dueño de todos mis movimientos: cuando mi cabeza empieza a tensarse y el ritmo de bombeo de mi corazón se torna lentísimo, mi boca se abre en contra de mi voluntad para retomar el aire y el oxígeno.
A veces intento asfixiarme: rodeo mi cuello con mis manos y aprieto. Sin embargo, mis manos no responden a mis órdenes suicidas y, cuando mi cabeza comienza a hincharse, se abren para soltar mi garganta enrojecida.
A veces cierro los ojos. Mi intención es no abrirlos hasta contar treinta segundos en voz alta, pero mis ojos ignoran mis intenciones y se abren al segundo y medio, en el momento justo para ver un semáforo en rojo o una señal de stop.
A veces me quedo en pie en medio de la autovía, con las piernas juntas y los brazos extendidos. Me digo que esta vez sí, que no me moveré durante cinco minutos. Imposible. En cuanto veo cómo se aproxima un coche, el corazón comienza a bombear a una velocidad vertiginosa, y conforme se reduce la distancia el bombeo se hace más fuerte, más potente. En contra de mis deseos, mis piernas se abren para echar a correr y me transportan en una carrera minúscula pero intensísima al arcén, donde llego casi volando y aterrizo, por lo general, con el tren de aterrizaje de las palmas de mis manos.
En estas condiciones, y en vista de mi inquebrantable tradición de aperturas ante los intentos de suicidio, no me extraña que las veces que me paro a imaginar mi vida sin ti se abra una brecha en mi alma, y un reguero de lágrimas difuntas y desesperadas.
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