31 mayo 2013

Como ella había imaginado el amor

[Juan Carlos Onetti: Dejemos hablar al viento]
«(Se estuvo riendo sin burla; no creía, simplemente. Pero como yo estaba enloquecido de amor por ella y además ella no me importaba, pude soñarla en la mañana gris, avanzando a la orilla del agua, pequeña, encogida y friolenta, buscando a los pescadores, buscando herir al mundo y, tal vez, de paso también a mí dormido, ausente, arropado, incapaz de quererla como ella había imaginado el amor.)»

30 mayo 2013

Es siempre revolucionaria

[Juan Carlos Onetti: Dejemos hablar al viento]
«Pero el lector merece la verdad y, además, todos sabemos que la verdad es siempre revolucionaria.»

29 mayo 2013

Una verdad efímera

[Gabriel García Márquez: Cien años de soledad]
«[...] hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.»

23 mayo 2013

Uñas

Uñas irregulares. Altas, bajas.
Bailarinas que danzan en el teatro
de mi espalda con pulso cirujano.
Ejecutan coreografías varias

improvisando el salto, el giro, y clavan
su nácar en mi carne, escenario
que será, al final, polvo, o barro,
pero que es ahora tabla en la que bailan

sus uñas, diez esclavas virtuosas
que en sádico arrebato de su dueña
ensimismada muerden mi materia

con dulces dentelladas, y en mi boca,
pecho y vientre taladran y resuellan
hasta exprimir fecundas mis arterias.

22 mayo 2013

Solos

[David Chase: Los Soprano]

"Todos estamos solos en este puto universo" (Corrado Jr. Soprano)

El gran precipicio

La vista se nubla.
La fuerza se extingue.
El cuerpo agoniza.
Quizá sea la muerte,
que viene a llevarnos.
La mente confunde
sencillos conceptos.
El tiempo, el espacio,
no tienen sentido.
Apenas un eco
se escucha a lo lejos.
Parece el latido
de dos corazones
que penden del filo
de un blanco barranco.
Deciden soltarse
y caen al vacío.
Los raptan las bocas
de un remolino
y son arrojados
con furia hacia el fondo
del gran precipicio.
Quizá sea la muerte
que viene a llevarlos.
¿La muerte?
                      Mentira.
Es sólo un orgasmo.

21 mayo 2013

Tal vez

[Juan Carlos Onetti: Dejemos hablar al viento]

Electroerótica

Su sexo es un generador
de espasmos electroextáticos,
una dinamo que irradia
el voltaje máximo
ante el mínimo contacto,
un émbolo insaciable
que comprime mi cilindro
con sus giros regulables,
un imán que polariza
mis labios con descargas
de tormenta pornomagnética,
un pararrayos cósmico
de filamentos carnívoros;
la pura atracción,
el conductor paradigmático
de corrientes eróticas,
el ingrávido circuito
que incinera mi fusible,
el enchufe al otro mundo
donde muero calcinado.

20 mayo 2013

Donde habite lo húmedo

Donde habite lo húmedo,
en los profundos abismos de luz de su entraña;
donde yo sólo sea
una lengua sublime que recorre paredes de carne
y precipita su cuerpo,
las papilas abiertas como pechos sangrantes,
para beber el licor de su sexo.

Donde el tiempo se estanque,
donde relojes carezcan de agujas;
allá donde enfrente mis labios
a otros labios mayores, arcanos,
y mi lengua fallezca persiguiendo la esfera
que sus pliegues custodian celosos.

Donde esté el movimiento sometido
a la cámara lenta
del gemido que su boca pronuncia;
donde mi nombre sólo sea recuerdos de letras
que se pierden en el bosque de su aliento incendiado.

Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
donde mi esencia escape de su cárcel,
de este cuerpo que limita,
aferrada a las alas de ese ángel divino
que me asciende a las regiones supremas.

Allá, allá entre sus piernas;
donde habite lo húmedo.

19 mayo 2013

Diluvio sacrosanto

Es la pulpa de tu orquídea
alimento de mis labios
y su estambre placentero
y sus pétalos rosados
son el cáliz donde bebo
su diluvio sacrosanto,
pues tus flujos son la sangre
de Cristo crucificado
que me arrastra hacia la muerte
y me deja agonizando
con los poros como erizos
y los ojos vueltos blancos,
en mi frente una corona
de laureles y de clavos
y en mi espalda cinco surcos
que tus uñas van trazando
con sus filos desiguales
mientras bebo tus orgasmos.

18 mayo 2013

Una pasión tan desaforada

[Gabriel García Márquez: Cien años de soledad]
«[...] pero eso no impidió que pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.»

07 mayo 2013

Aporía en el colectivo

Aquel pibe, recién salido al tránsito de la rúa, recién parido del sueño, como si dijéramos; aquel pibe, recién despertado, con legañas en las comisuras de sus ojos aún y aún con las marcas de la almohada en sus mejillas, con la boca llena de bostezos todavía y todavía con los pulmones hinchados por los humores somníferos de la noche recién abandonada, se arrojó dentro del colectivo como una exhalación epidérmica. El chofer apenas vislumbró su sombra y aceleró por la avenida infinita a una velocidad de caracol, pues el embotellamiento astronómico de la ciudad no permitía a semejante hora del mediodía (que solo podía ser una y no otra) que los carros se manejaran a más de quince millas por hora.
Aún fecundado por el sueño, aquel pibe se puso, sin saber por qué, a pensar en Aquiles y en la tortuga. Cómo se puede ser tan boludo, Aquiles —susurraba entre labios—, si vos te ponés a correr, ¿acaso no vas a echar delante a la tortuga? Mandá al carajo a Zenón y sus aporías y agarrá ya la tortuga para hacer una sopa afrodisíaca, a ver si te cogés a Patroclo antes de que lo maten.
—¿Perdón? ¿Decías? —Le preguntó al pibe ensimismado una mina que estaba parada junto a él, con la mano aferrada a la misma agarradera.
—Sí, decía —respondió el pibe saliéndose temporalmente de su ensimismamiento—, claro que decía. De no decir, no habría dicho nada, ¿no creés, linda?
—Pero qué boludo que sos, bala tenías que ser.
—Disculpa, linda, pero no soy bala, en eso te equivocás.
—¿No?¿Y por qué sueñas con Aquiles cogiéndose a Patroclo? Andate…
—¿Acaso vos los conocés? Qué lindo, una mina que conoce a estos tipos; pero no, no sueño, mirá, es solo que no sé por qué se me baila ahora en la cabeza una historia entre estos dos personajes…
—Ya, no sigás, no sigás: porque vos creés que nunca se les hizo justicia poética, ¿cierto?
—¿Y vos de dónde salís?
—Pues… ¿Me guardás la confesión, loco?
—Como una tumba un cadáver.
La mina susurró algo al oído del pibe, cuya cara dio un vuelco de ciento cincuenta y nueve grados y despertó del todo: se le cayeron las legañas, se le desinflaron los pulmones, los bostezos se le evaporaron y las mejillas recobraron su lisura. Repasó el pibe con su mirada aquel cuerpo, y se detuvo especialmente incrédulo allí, en la pollera ajustada, y entonces él, coloreándosele ahora el rostro, le dijo que no, que no se notaba nada, momento en que ella, aprovechando el ligero frenazo del colectivo, se apoyó con fuerza en él y así pudo él comprobar que aquella mujer resultaba no serlo del todo.

El cangrejo y la muerte

Él no pensaba nunca en aquella cosa, de hecho sus padres cambiaban de canal cuando salía en la tele, o lo dejaban en casa de algún amigo cuando la cosa era de verdad y tenían que ir a aquel sitio que no era para niños, de modo que no era un tema en el que pudiera pensar porque constantemente se le había escamoteado. En el sexo, sin embargo, aunque se le ocultaba de la misma manera, sí que pensaba, sin saber cómo ni cómo no, y de vez en cuando se sorprendía con pensamientos de esa índole.
Pero un día tuvo que afrontar aquella cosa. Era un sábado templado de invierno y él exploraba la playa, que estaba llena de cañas y de corchos y de maderas y de latas y botellas y bolsas de plástico y de docenas de otros objetos (paraguas rotos, tapones, tampones, zapatillas y zapatos destrozados, jirones de ropa, etcétera; todo manchado con pegotes de galipote), que la marea había arrastrado hacia fuera. Cualquier otro fin de semana habría estado con tres amigos, pero esta vez estaba solo, y se moría de ganas por encontrar algo chulo en aquel revoltijo que el mar había vomitado sobre la playa de una manera furiosa, como si el propio mar tuviera una indigestión de tanta porquería con que lo infestan los humanos.
No podía parar de preguntarse de dónde saldrían tantas cañas: cientos, miles de cañas entrecruzadas que formaban una plataforma por la que podía caminar con cuidado a un metro sobre la arena. Caminaba despacio, fijándose muy bien en dónde ponía los pies, y deteniéndose cada dos o tres pasos para escrutar entre las cañas, a ver si encontraba algo guay que enseñarles el fin de semana siguiente a sus amigos de la playa.
Él también llevaba una caña larga para afianzarse en su avance y, de paso, tentar los objetos que iba viendo entre las cañas. Con la caña pudo comprobar que un balón de cuero estaba pinchado, que a un muñeco le faltaba la cabeza y un brazo, que un coche de juguete estaba lleno de galipote, que lo que parecía un joyero era en realidad un trozo de corcho, que lo que le pareció una pulsera de oro simplemente era un trozo de hilo dorado. Con la caña se ahorraba tener que descender entre el amasijo de cañas hasta el objeto en cuestión y comprobar si estaba en condiciones para quedárselo.
Y con la caña afrontó aquella cosa que encontró a mitad de la playa, atrapada por las cañas. Al principio le pareció una muñeca hinchable, con su pelo negro artificial y largo sin brillo, y se ilusionó, aunque no fuese a quedársela, simplemente por verla, pues nunca había visto ninguna de verdad, tan solo a través de Internet; pero en cuanto quitó con la caña la bolsa de plástico que había sobre lo que sería la cara, empezó a tomar consciencia de qué era. Es un muerto, pensó, no, es una muerta, tiene el pelo largo. Tener ese pensamiento, que se generó como una explosión en su cerebro, tuvo unas consecuencias inauditas en él. Notó cómo el pecho se le hinchaba y el cuerpo se le llenaba de una sensación de miedo, o de inseguridad; como si le hubiera salido del estómago una mano que se estuviera abriendo paso dentro de su barriga y le provocase una ligera corriente eléctrica que lo inmovilizara durante unos segundos, al cabo de los cuales cayó en la cuenta de que había dejado de respirar, así que volvió a hacerlo, expulsando todo el aire que había guardado en sus pulmones desde que vio el cadáver. La sensación se transformaba, y ahora le recorría todo el cuerpo una especie de cosquilleo lento que le provocaba un entumecimiento en los brazos y en las piernas.
Volvió a dejar de respirar cuando de la nariz del muerto asomó la pinza de un cangrejo. La reconoció de inmediato, pues era un experto en pescar cangrejos en las rocas y los conocía muy bien. Una mañana cualquiera de verano podría pescar veinte o treinta cangrejos, y con suerte alguno de esos enormes y peludos cuyas pinzas eran tan grandes como su dedo índice. El cangrejo salió, se detuvo en el labio, abrió y cerró despacio sus pinzas, se las llevó a la boca, movió los ojos y volvió a meterse lentamente dentro de la nariz.
Exhaló otra vez el aire que había quedado congelado en sus pulmones y su respiración se aceleró. Miró alrededor por si veía a alguien a quien decirle lo que había allí, pero no vio mucho. Se sentía confuso, desubicado. Su pulso se disparaba. Volvió a darle al cadáver con la caña. Estaba muy duro, muy rígido, parecía de madera, y le vino a la memoria el maniquí que habían utilizado hacía un mes en clase de gimnasia para practicar los primeros auxilios.
Al cabo de un rato dejó la caña allí mismo y se fue a su casa sin apenas darse cuenta de que volvía a su casa. Sus padres lo recibieron enfadados porque llegaba muy tarde: comían a las dos y eran las tres y media. Les dijo lo que había visto. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo, no podía dejar de mirarlo, me he retrasado por eso, les dijo. El resto del día lo pasó en casa, sin levantarse del sofá, sin apenas hablar. Sacó sus propias conclusiones sobre aquella cosa que era la muerte, aunque a lo largo de su vida tales conclusiones fueron modificándose conforme leyó. A lo largo de su vida, sin embargo, jamás volvió a pescar un solo cangrejo.

Es imposible transmitirla

[Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas]
«—... No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de una época cualquiera de la propia existencia; lo que le confiere veracidad y significado, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos igual que soñamos: solos.»

05 mayo 2013

Stephen, King of Cleaning

[Sons of Anarchy, temp. 3, cap. 3]
Tara.— Where is she?
Bachman, the Cleaner.— Where is who?

Uno y Otro

Estaba claro que, al amanecer en aquel lugar, ciertas cosas habrían ocurrido la noche anterior, máxime teniendo en cuenta las condiciones de semejante despertar. Ambos estaban casi desnudos y tenían los cuerpos manchados de sangre: uno tenía un ojo tapado con un parche, y otro llevaba una mano vendada. Primero despertó Uno (llamémoslos así: Uno y Otro), que notó la mano entumecida y se sorprendió al ver el ojo de Otro tapado con un parche, pero más se sorprendió al intentar rascarse detrás de la oreja y caer entonces en la cuenta de que su mano estaba vendada. Por un segundo una relación atravesó sus pensamientos, pero la descartó provisionalmente para sacudir a Otro.
Otro despertó con las sacudidas de Uno, abrió los ojos y vio la mitad de lo que en condiciones normales habría visto.
Uno intentó charlar un rato con Otro para averiguar lo ocurrido, y le hizo preguntas, pero Otro respondió con otras preguntas. Aquí tenemos un ejemplo:
Uno.- ¿Qué pasó anoche?
Otro.- ¿Es que no lo recuerdas?
Uno.- ¿Acaso yo te hice lo del ojo?
Otro.- ¿De qué ojo estás hablando? ¿De este que tengo vendado?
Uno.- ¿Por qué no me contestas, si sabes perfectamente que me refiero precisamente a ese ojo?
Otro.- ¿Para qué me preguntas, si sabes perfectamente lo que ocurrió con tu mano y con mi ojo?
Uno.- ¿Crees que te lo preguntaría si lo supiera?
Otro.- ¿Me preguntas si lo creo de veras? ¿Acaso soy yo quien debe contar lo que pasó?
Tanta interrogación le trajo a Uno a la memoria la relación que hacía unos minutos había descartado de su pensamiento: la relación entre su mano vendada y el ojo parcheado. Tenía la mano entumecida, como ya quedó dicho, y conforme iba despertando un dolor terrible le recorría los dedos. Quería quitarse la venda pero le daba miedo, igual que le daba miedo quitarle el parche a Otro del ojo. ¿Qué podría encontrarse detrás de semejantes endebles protecciones?
Otro se reía.
Otro.- ¿Me dices en serio que no lo recuerdas?
Uno.- ¿Te lo preguntaría si lo recordara?
Otro seguía riéndose, y enseguida se quedó durmiendo, o dormido, quién sabe. Uno lo sacudió, pero no consiguió que Otro despertase de nuevo, así que, hasta que pudiera volver a hablar con Otro, se le quedó cara de interrogación, con el ceño fruncido, odiando un poco a Otro por no decirle qué pasó la noche anterior. Instantes antes de quedarse él también dormido, o durmiendo, quién sabe, lo recordó todo, solo falta saber si cuando despierte lo seguirá recordando, o si lo volverá a recordar.

04 mayo 2013

Rumiante

Qué debería, qué no debería. Quizá un a lo mejor sea mejor que un tal vez, pero quizá sea preferible un quizás a cualquier otra cosa. El tiempo, relativo, sigue su marcha, absoluta, hacia el desenlace.
Hay quienes se ufanan de su ignorancia y son felices en su falacia y condenan a su estirpe a la misma felicidad falaz. 
Pero hay también quienes se afanan en su inconformismo lírico y no puede evitar que sus labios tracen una sonrisa sardónica al atravesar una calle inmóvil en un día de lluvia: condicionamiento húmedo de la población. 
¿Un día de qué? Un día de estos sería un mal decir, así que mejor digamos un día como hoy, claro, como siempre, o nublado, para variar. Y es que vivimos en un hoy perpetuo, he ahí destapada la gran mentira del tiempo; el dolor será el mismo, sin embargo, pero también irá muriendo.
A partir de hoy, consecuentemente, me hago rumiante. Devorador de hojas de hierba, como aquel barbudo que cruzaba Norteamérica cantando a los ríos, a los lagos, a los árboles, etcétera, pero yo, que solo tengo un estómago, tendré que aprender a digerir con la garganta, con la faringe y hasta con las cuerdas vocales.