Ante la insistencia de lectores que me envían e-mails pidiéndome insistentemente, incluso bajo coacciones y amenazas, que me pronuncie acerca de la prensa rosa, abordaré el tema, aunque ya he dicho en alguna ocasión algo al respecto. Creo recordar que, para empezar, le cambié el nombre: dejamos de hablar de prensa rosa y la llamamos prensa marrón. Señores, no seamos eufemísticos: el término “rosa” nos remite al cuento de hadas, a las flores, al jardín de la alegría donde los pájaros vuelan y pían (véase Chojin, diezmil), al amor, la bondad, la generosidad y, casi casi, a la inocencia y la virginidad. Por su parte, el término “marrón” nos remite a la mierda, al lodo, a la ponzoña, a las tierras movedizas, a lo putrefacto, a cavidades intestinales. Por eso resulta más apropiado para designar la realidad que se oculta tras el eufemismo “prensa rosa”: montajes, falsedades, conveniencias, trifásicos, intereses, calumnias, querellas, odios, rencores, envidias, codicia, hipocresía, avaricia, gula, seres apócrifos, falsos, enmascarados, fantoches del cuento.
El de la prensa marrón es un mundo gobernado y dirigido por el Gran Dios Parné: a Él se idolatra, de Él dependen los actos de los famosuchos; adonde Él esté, allí se va. Si hay que hacer el gilipollas, se hace, si es por Él.
Antes de abordar el cambio de paradigma que se ha producido en la época postmoderna, avancemos unas notas de aclaración terminológica. A partir de hoy, con el vocablo “famosuchos” nos referiremos tanto a los personajes que aparecen protagonizando la ‘noticia’ como a los personajes que la ofrecen y comentan, dado que en ese mundo marrón los dos tipos de personajes tienen la misma importancia. De hecho, a día de hoy no se conciben los unos sin los otros. Ya hablamos en varias ocasiones de simbiosis y retroalimentación; añadamos el término ósmosis e imaginemos dos pozos ciegos unidos por un desagüe y cuyo funcionamiento está en una relación de interdependencia inexcusable. Nada impide pensar que algunas heces de un pozo conspiren con algunas heces del otro pozo para hacer ascender a la superficie a otras heces, y aclararemos que, en esta metáfora de mierda, ser arrastrados a la superficie es casi tanto como decir que los famosuchos contra los que se conspira son alejados del mundo marrón y, en consecuencia, se extinguen las posibilidades de seguir viviendo del cuento, respirando miasmas deletéreas, emanaciones putrefactas.
No deja, en cualquier caso, de resultar sorprendente el hecho de que una parte considerable de la programación televisiva esté dedicada a la prensa marrón, y esta afirmación la realizamos desde una perspectiva lógica, razonable, puesto que, pragmáticamente, sin embargo, no es nada sorprendente: tengamos en cuenta que, aun sirviendo al Gran Dios Parné, este mundo marrón, en un acto de espantoso incesto, copula con su propio Gran Dios Parné y engendra legiones de dioses parnesianos que van a parar a sus bolsillos, a sus cuentas, y a las de sus jefes, en negro, en blanco.
En este punto nos vemos obligados a traer a colación el término “moda”, que nada tiene que ver con la estadística, sino con la media, que tampoco tiene nada que ver con la estadística, sino con la mass. Son los mass media los que ponen de moda este mundo marrón: bombardearon, ametrallaron, fusilaron a la sociedad con ‘noticias’ procedentes de la prensa marrón, hasta la saciedad, hasta la suciedad. Llegó un momento, tras tanta masacre marrón, en que se generó una necesidad en la gente. Ahondemos en el término necesidad.
Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha sentido inclinación al marujeo. Este hecho es fácilmente constatable por cualquiera: en tu pueblo, en tu trabajo, en tu clase, hay una gran proporción de gente que tiende a marujear, a comerciar con chismes a cambio de chismes, rumores, dimes, diretes. El paradigma de maruja, la maruja por antonomasia, es esa señora mayor del pueblo que se conoce la vida, obra y milagros de gran parte de sus vecinos, y no desaprovecha ninguna ocasión que le permita incrementar su caudal de conocimiento marujil e intercambiarlo con sus vecinos, a los que a su vez vigila y pasa información, algo inédito en el mundillo del espionaje. Esta señora, por regla general, es mirada con recelo y desconfianza por gran parte del pueblo.
Con la llegada de la postmodernidad, se ha producido un cambio de paradigma: la maruja por antonomasia es ahora el autodenominado “periodista de la prensa rosa”, al que nosotros hemos dado en llamar famosucho marrón, ignorando el eufemismo y haciendo uso de nuestro irrefutable derecho a llamar a las cosas por su nombre. Hemos pasado del nivel ‘pueblo’ al nivel ‘mundo’.
La maruja del pueblo, del trabajo, de clase, tiene, si no se excede, hasta cierto encanto, aunque en algunos casos da incluso un poco de pena. Sin embargo, la maruja postmoderna, la maruja que vive en el hábitat de los mass media en simbiosis-ósmosis-retroalimentación con los otros famosuchos, esa maruja carece de encanto y no da ni pena: da asco. Y decimos que da asco porque, a diferencia de la maruja primitiva, medieval, renacentista, barroca, neoclásica, contemporánea, moderna, que actuaba movida por una pura necesidad espiritual comprensible hasta cierto punto (la necesidad de llenar su vida vacía con información perteneciente a otras vidas), la maruja postmoderna actúa movida por motivos única y exclusivamente religiosos: idolatrar a su Gran Dios Parné, para llenar su vida vacía -utilizando información perteneciente a otras vidas- de verdes billetes que le permitan seguir ahondando y ahogándose en la vacuidad.
El cambio de paradigma se vincula, irresolublemente, con otro hito fundamental, definitorio y decisivo de la postmodernidad: la muerte de los Grandes Relatos, de la que ya hablara el filósofo Françoise Lyotard y que nosotros, obviamente, extrapolamos al tema que nos ocupa. Y es que la maruja primitiva, medieval..., esa maruja generaba Grandes Relatos, daba lugar a Mitos y Héroes: en todo pueblo son conocidas las hazañas, aventuras y desventuras legendarias de ciertos vecinos. Así, a voz de pronto, me viene a la memoria una leyenda de cierto pueblo según la cual un guardia forestal, queriendo dar un disparo de advertencia con su escopeta para obligar a detenerse a unos cazadores furtivos, disparó por la espalda a uno de ellos, por error, porque le tembló el dedo en el gatillo, pero lo mató, y con ese disparo firmó su sentencia de muerte y escribió las letras de su lápida, porque los compañeros del furtivo muerto, gitanos todos legítimos, rodearon al guardia forestal y derramaron sobre su cuerpo un rosario de cartuchos. Esos son Grandes Relatos.
Sin embargo, como decimos, con las marujas de la prensa marrón han muerto esos Grandes Relatos, o quizá sería más apropiado decir que estas marujas marrones ya no producen Grandes Relatos, y no los producen porque no tienen personajes ni mundos míticos a los que agarrarse para generarlos: sus personajes son fantoches; sus mundos, falsos constructos que se caen al suelo como castillos de naipes quebrados; ellas, narradores falaces y apócrifos de verborrea insustancial y diarréica.
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