Cuando emitimos mensajes en nuestra propia y exclusiva frecuencia, corremos el riesgo de no ser entendidos. Si ajustamos nuestras emisiones a las ondas comunes y afines a otras frecuencias, corremos el riesgo de ser comprendidos. En ambos casos, se trata de un riesgo intolerable.
Para eludirlo, desarrollamos antenas en nuestra mente y en nuestras pupilas, que nos permiten emitir y captar mensajes en la precisa zona donde nuestra frecuencia linda con las otras, en el mismo borde, en la mismísima frontera, lo que no nos impide sucumbir al placentero riesgo de emitir mensajes más acá o más allá de esa zona.
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