La masturbación y la fornicación son obra de Dios. Desde que las hormonas comienzan su efervescencia en el interior de nuestro organismo, sentimos deseos irrefrenables de satisfacer tales inclinaciones naturales de nuestro cuerpo: nos masturbamos, fornicamos. Y quien esté libre de ambas inclinaciones, que arroje la primera piedra.
Estas dos obras de Dios producen distintos modos de placer. De la masturbación, dada su ejecución individual, solitaria, se dice que proporciona un gozo egoísta; de la fornicación, dada su naturaleza dual o grupal, colectiva, se dice que otorga un disfrute altruista.
Curiosamente, en nuestra tradición religiosa se ha producido una extraña y antinatural identificación del sexto mandamiento de la Ley de Dios con, entre otros, estos dos actos, de manera que “No cometerás actos impuros” se ha interpretado como una prohibición divina de la masturbación y la fornicación, algo que roza el absurdo y el sinsentido, puesto que masturbatio fornicatioque opus dei sunt.
Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Si nos dotó de la posibilidad de masturbarnos y fornicar, estos dos actos son obra suya, dado que Él los ha hecho posibles. No decimos que sean buenos ni que sean malos. Nosotros no somos quiénes para juzgar la bondad o maldad de ningún acto y poner tal juicio en boca de Dios. Nosotros no sabemos qué mecanismos rigen el pensamiento de Dios, pero sí sabemos que nos ha creado con la capacidad de masturbarnos y fornicar, y que estos dos actos no nos repugnan, sino que nos placen.
Nos repugnan, en cambio, el asesinato y la pederastia. ¿Qué pensará Dios sobre esos dos actos? ¿Y qué pensará Dios sobre quienes juzgan en su nombre los actos humanos?
Y es que, no se sabe bien por qué extraños motivos, hay personas que, atentando contra la naturaleza, esgrimen en nombre de Dios argumentos inmorales para tratar de convencernos de la maldad de la masturbación y la fornicación, que son, como no hemos demostrado, ni falta que nos hace, dada la evidencia de tal afirmación, obra de Dios.
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