La llegada de la Semana Santa es un momento entrañable, motivo de reflexión y flagelo. El redoblar de los tambores suena a músicas celestiales. En las aldeas, en las villas, en los pueblos, en las ciudades, los fieles compiten con sus imágenes divinas, y defienden a capa y espada que la suya, sin duda, es la mejor.
En lacrimosa procesión, las esculturas, cuyo número aumenta en progresión geométrica, abandonan los templos e inundan las calles, custodiadas por túnicas, cucuruchos y capirotes que compiten con sus colores. ¡Viva los rojos! ¡Viva los azules! ¡Viva los verdes! ¡Y qué decir de los amarillos! Los cirios salen de las iglesias sacando pecho, pero cuando doblan la cuarta esquina ya han terminado de suicidarse, dejando sobre el asfalto oscuro un reguero de sangre blanca.
El Paso del Santísimo Cristo Crucificado persigue al Paso del Bendito Cristo Sobre La Cruz. Los costaleros aceleran el paso para que su Paso no se rezague. El mayordomo exhibe su báculo ante el público boquiabierto, que sólo pestañea cada vez que el sirviente da un golpe sobre la madera para reanudar la marcha y el suplicio.
¡Viva los rojos! Las calles, cercadas por sillas y espectadores, semejan ríos de terciopelo y oro, lujo y despilfarro. ¡Viva el Cristo del Santo Perdón!, grita una espontánea. ¡Viva!, corea el público. Un mayordomo mira con recelo la distracción popular y, como castigo, golpea la tabla. Las costillas de un costalero rezan para que el brazo que porta el bastón golpee de nuevo el trono y ordene la parada, el descanso, el respiro.
Los ojos degollados de un niño miran con lujuria las abultadas barrigas de todos los encapuchados que pasan ante él, que son legión, suplicándoles los frutos de sus vientres, caramelos, piruletas, monas, pero sólo recibe miradas indiferentes a través de los agujeros del capirote, y cuando alguno le da algo, desearía poder ponerle un rostro para no olvidarlo, pero le resulta imposible.
Después de veinticuatro Cristos y cincuenta y siete romanos, regresamos a casa y conciliamos el sueño, pero no podemos evitar recordar durante la vigilia que todas las imágenes que hemos visto son ídolos, y que nosotros no dejamos de ser, por menos que nos guste, idólatras.
Una vez dormidos, soñamos que Dios nos pregunta, desde su Trono, que por qué hemos multiplicado su imagen, que si no teníamos suficiente con la naturaleza hipostática que utilizó para redimirnos. Sin embargo, el redoblar de los tambores nos despierta y las peleas de rojos, verdes y azules nos sumergen en la algarabía de la Semana Santa.
1 comentario:
El redoblar de los tambores es la mayor canallada de estas fiestas. Los insensatos no dejan dormir a la gente decente. Y todo por la fe. La fe es silencio y desapego: no lloros histéricos y ruido desorbitado. Pero, ¿qué se puede esperar? Vivimos en España.
Es cierto, la Samana Santa es un espectáculo de idolatría. Veneran a una imagen porque no saben dónde está Dios.
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