Claro que recuerdo quién me enseñó a leer. Es una de esas cosas que nunca se olvidan. Se llama Don Joaquín y tiene que haber enseñado a leer a miles de chavales. Miro hacia atrás y veo su cara, recuerdo las clases de 1º EGB con seis añicos. Me aprendí el vocabulario en una hora de clase, y a partir de ahí el asunto era ir juntando letras: primero sílabas de dos letras, luego de tres con consonantes trabadas, que para los niños son las peores: CA-BRA, porque aún tienen semivírgenes sus aparatos fonadores y necesitan curtirlos. Además, Don Joaquín tenía un método para enseñar a escribir, el punto-punto-cruz, que suena a costura pero que era muy bueno, tanto que profesores de otros colegios también lo utilizaron.
Luego estaban los concursos que hacíamos en clase de velocidad lectora: en el corcho de encima de la pizarra cada uno tenía su pedazo de coche de cartulina, que iba avanzando por “la carretera de las palabras por minuto” cogido por una chincheta, y recuerdo que en mi clase había un tal Camilo, que al año siguiente se fue a Argentina, que tenía trucado el motor de la lengua, porque leía -si la memoria no me falla- unas 260 palabras/minuto, y eso en 1º EGB era ser una puta máquina. Lo que no recuerdo es mi velocidad lectora.
Sin embargo, en años posteriores y hasta acabar COU el sistema educativo no consiguió ofrecerme lecturas que consiguieran despertar en mí el gusto por los libros. Ya hablé de lo que pasaba con El Quijote en 1º y 2º de BUP, y digo “lo que pasaba”, y no “lo que me pasaba”, porque era algo generalizado, hasta el extremo de que un compañero de clase, una mañana que entró al despacho del profesor de Lengua, le robó el examen de la Segunda Parte del Quijote: el examen era por la tarde, así que todos los de mi clase nos pasamos el mediodía buscando las respuestas... Aún así suspendió mucha gente, porque muy pocos se lo habían leído y, claro, buscar respuestas a veinte preguntas entre 500 páginas en dos horas era bastante complicado a esa edad.
La cuestión es que, además de enseñar a leer, el sistema educativo debería ser capaz de suscitar en los alumnos el placer de la lectura. Hasta ahora ha fracasado estrepitosamente: la labor del Estado a este respecto ha sido una catástrofe, y ya lo decía Evantio en el siglo vi en su obra De Fabula, uno de los primeros escritos sobre la comedia: la catástrofe es el desenlace de la comedia, que ha de ser feliz (catastrophe conuersio rerum ad iocundus exitus) [vid.].
Efectivamente, estamos ante la catástrofe: el sistema educativo es una comedia, esto es, mueve a risa, es hilarante. Conforme pasan los años, se va reduciendo el nivel de exigencia y de contenidos en los programas de los diversos cursos, de suerte que cada vez los alumnos reciben una formación más pobre, la nómina de sus conocimientos se ve reducida, cada vez saben menos, y ya se sabe: la ignorancia es la felicidad, de donde resulta que terminan sus estudios y, al igual que cuando acaba la comedia, todos son felices en la catástrofe.