Y sin embargo estaba sangrando. Eso sí: no sentía el más mínimo pudor. Su sangre manaba a borbotones de su nariz mientras él tosía. No tenía el más mínimo reparo en exhibirse allí, en medio de aquella plaza llena de gente. Su ropa, toda blanca, ya era de un color rojo insistente, y desprendía un olor tan rojo y tan intenso y tan densamente líquido que aturdía a todos los transeúntes que le rodeaban. Sus rostros delataban una aversión inconmensurable, pero sin embargo miraban: no podían dejar de mirar, a pesar de que sentían una repulsión máxima, una repugnancia extrema.
Miraban cómo su cuerpo se desangraba por su nariz, miraban cómo tosía con ese descaro, con esa mirada desafiante, con tanta desvergüenza que parecía un desalmado; miraban la poca consideración con que se moría, el poco aprecio que mostraba por la vida y por la muerte.
Si hasta parecía que, en los intervalos durante los que no tosía, sorbiera su propia sangre para regurgitarla a caso hecho con el siguiente ataque de tos, como diciendo me la bebo y la escupo, la vida, y me mancho la ropa, y me muero, y qué, pero con esa mirada que cualquiera diría.
Salvo mirar, ninguno de los transeúntes dijo nada, pero la mayoría hizo fotos con las cámaras de sus teléfonos. Algunos, incluso, grabaron la escena.
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