Aún resollando, tuvo que agacharse para recoger la llave del suelo y, temblando, trató otra vez de introducirla en la cerradura, pero ya era tarde, porque notó en su hombro cómo una mano le agarraba con fuerza, y ni siquiera gritó, porque el terror le atenazó la mente de tal manera que no pudo mover un solo músculo ni articular un solo sonido.
Con ojos sumisos se dejó caer sobre el suelo, incapaces sus piernas de sostenerle, arrepintiéndose (mientras se lo robaban todo) de las tres cerraduras (el reloj) que había instalado (la cadena de plata) dos semanas atrás (el móvil) en la puerta de su casa (el anillo de oro de su boda) para evitar (la cartera) que le robaran (su mujer, últimamente obsesionada con la seguridad, se había empeñado), pero a él (dentro de la cartera, en un ticket del supermercado, escrito con lápiz verde de ojos, estaba el número de teléfono de la mujer morena que llevaba el turno siguiente al suyo en la pescadería, la mujer del piercing en la ceja izquierda, la de aquella sonrisa) no le había dado tiempo (el maletín) ni siquiera (el portátil) a abrir (¿Y si no volvía a encontrársela?) la segunda cerradura (hasta las gafas).
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