Le bastó un par de segundos para darse cuenta de que, en realidad, aquello no tenía más importancia ni trascendencia de la que el mundo le daba, de modo que el asunto era irrelevante, y su insignificancia era tal que no podía, por más que su primera reacción fuera rechazarlo, dejarlo pasar, porque estaba allí, expuesto, exhibido ante la vista de todos, y semejante derroche de esplendor era, sin duda, una provocación, incluso un insulto, a sus ropas raídas y a sus zapatos viejos y a su estómago vacío.
Advirtió que su reacción no respondía a una iniciativa suya, sino a las directrices que le habían instalado en el cerebro a lo largo de su vida, pues desde que era pequeño le habían estado enseñando, por activa y por pasiva, que aquello no había que hacerlo porque estaba mal.
Pero, pensó, el mal no puede existir. Cayó en la cuenta de que el mal no es más que un invento de ellos, una invención que, de tan arraigada como estaba en el mundo, se tomaba como algo natural y evidente.
Así pues, una vez que tuvo clara la distinción entre lo que el mundo exigía y lo que él deseaba, actuó en consecuencia, y lo deslizó bajo su abrigo. Salió de la iglesia disimulando tanto que sólo cuando alcanzó la calle se dio cuenta de que silbaba, apretando el crucifijo de oro macizo bajo el brazo, la banda sonora de Por un puñado de dólares, que era, ni más ni menos, lo que él necesitaba.
1 comentario:
Quien roba a un ladrón...
Hablando de psicosis, tu entrada anterior tampoco se queda corta :s
Besis!!
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