Solamente veinte. Ni una más, ni una menos. Veinte. Diez a un lado y diez al otro. Veinte simétricas, isométricas, alineadas al milímetro y paralelas. Aquel árbol era sumamente extraño por su simetría, que de tan perfecta ponía los pelos de punta. Veinte ramas de la misma medida: el mismo grosor y la misma longitud, y el mismo peso, y simétricas hasta el histerismo. Diez a un lado y diez al otro, y no sabrías decir si era real o había un espejo en uno de los lados, pero las hojas, igualmente simétricas e idénticas a un lado y al otro, se movían, balanceadas por el viento, en direcciones distintas, así que no podrías decir que un lado era reflejo del otro, pero cómo entonces semejante identidad hasta incluso en los frutos, que tenían el mismo tamaño y colgaban de las ramas de ambos lados exactamente a la misma distancia del tronco, que asimismo era incisivamente simétrico en sus ondulaciones y hasta en los nudos, en las tiras de corteza e incluso también en las heridas.
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