En la Nebrija había esta mañana una considerable extinción de las especies de animalia que clasificó Julio Soler. Estos días la biblioteca ha pasado de ser exuberante selva habitada por los más variopintos especimenes a convertirse en florido desierto que sólo unos pocos hollan. Sin embargo, la escasa fauna humana ha tenido una visita inesperada; en realidad, dos visitas imprevistas.
Pío, pío, silbaba un pájaro extraviado en el laberinto, un gorrión perdido que, a pesar de tener diversas ventanas abiertas en exclusiva para él, ha agotado sus fuerzas aleteando, quizá más cómodo bajo el silencioso flujo de aire acondicionado (¿se acondiciona el aire?) que bajo los tortuosos rayos del crüel Febo.
Bzzrrrzz, bzzrrrzz, susurraba una cucaracha aventurera: salida de quién sabe qué oscuros pasadizos subterráneos, corría frenética y suicida por el suelo gris del primer hexágono de la primera centro.
-Papá, papá, mira... Una cucracha... -susurró una niña al descubrir la temeraria incursión del insecto por tan inesperado escenario. El padre levantó la vista del periódico, le dijo a su hija algo inaudible para el narrador de esta verdadera, nunca hasta hoy vista y jamás antes contada historia y volvió a atravesar con su mirada los cristales de sus gafas para incrustar su mente en las letras del periódico.
Bzzrrrzz, bzzrrrzz, bajo la atenta y embobada mirada de la niña corría como alma endiablada la cucaracha, sabedora de ser un superviviente del veneno que puebla ese a veces luminoso mundo por el que, sin embargo, sólo suele moverse por la noche, cuando no hay luz.
Jamás volverán a ver la luz, en cambio, otras tres cucarachas cuyos cadáveres yacían, rígidos y patas arriba, en la Hemeroteca.
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