De él dependía que aquella tarde todo saliera bien. Sus padres le habían rogado encarecidamente que se portase como un adulto.
Llegaron en coche, aparcaron, bajaron y tocaron al timbre. Les abrieron, se saludaron y pasaron: tomaron asiento y café, y charlaron, pero él estuvo todo el tiempo inmóvil, tenso, callado, con los brazos cruzados y los nudillos blancos: tal inquietud le producía aquella situación. Todo aquello era por su culpa y no se sentía muy cómodo...
Al cabo de treinta y cinco minutos salieron: se marcharon como habían venido y llegaron a casa.
Una vez en su habitación, estuvo pensando acerca de lo que había estado haciendo durante tanto tiempo, y reflexionó sobre lo que había sucedido esa tarde en casa de los dueños del jardín, y decidió que no volvería a hacerlo, o al menos intentaría no llevarse ninguno más, pero es que aquellos gnomos del jardín ejercían sobre él una atracción irresistible: era verlos y sentirse impulsado a secuestrarlos por una fuerza inexorable contra la que nada podía hacer, por más que se empeñase.
Antes de quitarse el abrigo, metió la mano en su interior y sacó el gnomo que llevaba dentro. Lo clavó en un nuevo macetero con mucho cuidado, y puso el macetero al lado de sus libros de derecho procesal y junto a los otros cincuenta y ocho maceteros donde estaban plantados los otros cincuenta y ocho gnomos de cerámica de diversos tamaños que los dueños de aquel jardín habían ido plantando a lo largo de los últimos dos años.
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