También los gerbos tienen instintos de familia. Por la noche llega la hora de la cena y mi gerba Dana exige su parte: con una sucesión invariable de sonidos agudos reclama un trozo de queso, y después de cenar insiste con su llamada, pero esta vez por su deseo canino de salir a pasear más allá de las fronteras de su jaula. En cuanto le abro la puerta, sale disparada hasta el borde, donde se detiene para que le rasque, y una vez cumplido este protocolo se sube a mi mano, a mi hombro, se pasea un poco y a los dos minutos su única ansia es alcanzar el suelo.
Sin embargo, si alcanza el suelo sabe que regresará a la jaula, pero sus inclinaciones telúricas le pueden y se lanza desde la mesa, un salto de metro y poco tras el cual se revuelca en el suelo creyéndose gato.
Cuando la devuelvo a su casa comienza su sinfonía de íes y de exclamaciones agudas, que se mantienen durante varios minutos: tal es su insistencia por volver a salir de la jaula.
-Ííííííi íííí íííí ííííí
Como no la vuelvo a sacar de la jaula comienza otra sinfonía: royendo y royendo y rorroyendo madera, cartón, plástico, dando vueltas en su ruleta, organiza tales conciertos que no me queda más remedio que quitarle la rueda y amenazarla con el índice, pero semejantes apremios no tienen ninguna consecuencia, porque ella sigue royendo y royendo y rorroyendo hasta que, desesperada ante mi aparente indiferencia, baja a la pecera, escarba y se entierra en su lecho de paja.
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