Nuestro cuerpo exige a veces una expansión incontenible más allá de los límites del bostezo, reclama un crecimiento infinito de nuestra medida humana para alcanzar la promesa divina.
Nos hacemos grandes, enormes, inmensos; vastos como océanos o imperios, lo abarcamos todo y nos desbordamos, inundamos con el río de nuestro ser el espacio que habitamos.
El universo todo es puro colapso de nuestro cuerpo aerostático, que ya no crece ni asciende: ocupa por completo el espacio, de arriba abajo, por todos lados.
Somos entonces universo. Apoderarnos del espacio es apropiarnos del tiempo. Somos aquí y antes, allá y durante, acá y después, allí y ahora; y mientras somos, permanecemos eternos, mas no inmutables, porque mutamos manos, mudamos labios, rozamos, enmudecemos, nos mecemos en los hilos del limbo y humedecemos nuestros suspiros, nos licuamos y nos fundimos en un solo fluido, líquido albino, abrasivo.
Universo diluido. Y nosotros, rendidos, restaurados en lo divino.
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