El día que Jesús bajó de nuevo apenas reconoció nada: tan cambiado estaba todo. Pasó varios meses deambulando por las calles de diversas ciudades, por diferentes países. Escuchó. Observó. Conversó e interrogó, hasta que a la tercera semana tuvo su visión, y comprendió que no. Así se lo comunicó a uno de los hombres:
—Esta vez ni siquiera vale la pena hacerme pasar por profeta —le decía a un hombre ebrio que, apoyado en la barra, seguía bebiendo—, porque ya son demasiados los que fingen, muchos de ellos ni siquiera son conscientes de que viven una mentira inconmensurable. He visto que incluso se han organizado en sociedades y en asociaciones para profetizar. Lo de profeta fue un buen truco en aquella época, pero hoy no tiene sentido, por lo que veo, aunque sigue funcionando. Así que, mucho menos morir. No valdría de nada porque...
—Bueno... —murmuró el hombre borracho—, igual hoy ya no te certifican, digo..., te crucifican, igual no te crucifican y sólo te meten veinte años, según lo que hagas, claro, o igual si te vas a Estados Unidos o a Irán o a la China igual allí te ejecutan con una inyección, o te matan a pedradas, o te liquidan con un tiro en la cabeza, pero igual si me invitas a otra copa...
El hombre miró a Jesús y éste concedió. Le hizo una señal al camarero.
—No, eso no serviría de nada. Si acaso, para redimiros, tendríais que destruirme con una bomba atómica tan potente que redujera el mundo a ceniza, a polvo cósmico.
—Eso, mejor no nos remidas, digo..., no nos redimas, que yo quiero seguir bebiendo...
—Redimas... Eso me recuerda a Dimas. Dimas era...
—Sí, ya sé, el buen ladrón. A otro con ese cuento. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Yo, Jesús, encantado.
—Ya, claro, cómo no, Jesús. Yo soy Gestas, igual, un placer.
—¿Gestas?
—Sí, el ladrón hijo de puta, jajaja...
—En realidad dio lo mismo, ¿sabes?
—Sí, igual da lo mismo, que no vamos a ningún sitio, ¿verdad?
—Hombre, ¿qué quieres que te diga yo?
—Quiero que desaparezcas.
Y Jesús pagó la cuenta y despareció. El hombre ebrio apuró su última copa y, contento por no tener que pagar, se marchó. Jesús estaba afuera, bajo la lluvia.
—Entonces no te has ido aún.
—No, quería despedirme.
—Pues igual no te despidas, déjame en paz.
—No puedo. Me han puesto por todos sitios. Mira, allí encima —señaló el portón de madera de una casa— también me han puesto.
—Me da igual. Adiós.
—¿Ves? Hasta ahí me han puesto, hasta en el lenguaje me han metido.
—Bueno, remide a, digo..., redime a quien quieras, igual yo me tengo que ir. Igual nos vemos otro día por aquí y me sigues contando..., si me invitas a algo, claro.
—Te acompaño un poco en tu camino —le dijo Jesús, mientras pasaba su brazo sobre los hombros del hombre.
—¡Te he dicho —gritó, exaltado, embriagado— que me dejes en paz! —Y le empujó con todas sus fuerzas. Jesús cayó y se golpeó la cabeza contra el escalón de la puerta del bar. Después de permanecer inmóvil un minuto, el hombre echó a andar, mirando hacia todos lados, dejando tras de sí un desfile de huellas ensangrentadas.
Cuando llegó a su casa se quitó la ropa y se metió en la cama. No podía dejar de pensar en Jesús y en la hilera de huellas sangrientas que había dejado desde la puerta del bar hasta el portal de su casa, que estaba a escasos quinientos metros. Pero daba igual. Igual lo iban a encontrar, porque la gente del bar lo conocía y lo habían visto con Jesús toda la noche y la policía no tardaría en presentarse en su casa.
Él no negó nada, sino todo lo contrario: se explayó en los detalles. Les contó cómo había coincidido con Jesús por la mañana y cómo había pasado el día con él recorriendo bares. Jesús era un tipo solitario, les dijo, pero generoso. Le había invitado a todo: a las cervezas, a comer, al carajillo, a las copas. A todas las copas.
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No pusieron en duda su condición de borracho, porque sólo había que verlo para saber, al instante, que era un hombre alcohólico hasta el extremo y que necesitaría meses para rehabilitarse, si es que era posible rehabilitarlo. Pedía una cerveza, aunque sea una cervecita, un montón de veces. Necesitaba beber, porque llevaba semanas sin probar más líquidos que agua, zumos y café. Estaba nervioso siempre, con la mirada inquieta y las manos incapaces de permanecer inmóviles. Aunque sea una cervecita, suplicaba cada pocos minutos.
—Igual me pagó quince copas, o más, yo no sé, pero qué faena, porque mañana iba a invitarme a más. Yo qué culpa tengo de que se haya matado, si fue un accidente, y además, para que vean, por cierto, ¿una cervecita no...? Bueno, igual después me traen una, ¿no?
—Ya veremos —le decían siempre—, según cómo te portes.
—Pero si yo, jefe, yo igual me porto bien, ya se lo he dicho todo. Que lo empujé porque me quería..., la verdad es que no sé lo que quería, pero parecía que quería besarme y, mire, jefe, yo eso no, ¿eh?, que igual borracho sí puede que sea, pero marica, no, y porque igual a usted no le ha pasado, pero es que a mí me pasa mucho, que vienen maricones a invitarme a beber y, claro, yo me dejo, pero cuando luego quieren hacer cosas sin ni siquiera preguntar pues no, igual no me da. Y lo empujé y se mató, igual fue mala suerte, aunque él no debería haber muerto, igual no lo entierren todavía, ¿eh?, porque de aquí a tres días éste se levanta, si es Jesús, jefe, si ya lo hizo, cómo no lo va a volver a hacer, aunque se le veía tan decaído que yo ya no sé, jefe, igual no se levanta más y no nos remide, digo, no nos redime. A mí, igual, seguro que no, jefe, porque sé que de aquí ya no salgo, ¿no, jefe?
—Si te portas bien, Gestas —le decía uno de los enfermeros—, puede que salgas en unos meses, pero tienes que tomarte la medicación. ¿Te la tomas?
—Claro, si ya sabía yo que ustedes igual son gente de palabra, claro que me la tomo, venga esa cervecita, jefe...