El 17 de marzo del año 17, siendo Jesucristo un adolescente, como en el post anterior, murió nuestro querido y entrañable amigo Ovidio, que nos declaró, con mucho arte, el de amar, y nos entretuvo con su poema de las Metamorfosis.
Aracne era una mujer famosa por su habilidad con el telar: tejiendo la lana no tenía rival. Esta superioridad absoluta de Aracne no era, sin embargo, lo que fastiaba a Palas, diosa para más señas, sino el hecho de que Aracne, en el delirio de su ego, se considerase mejor tejedora que la mentada diosa: de hecho, en una ocasión Palas se disfrazó de vieja para invitar a Aracne a que se retractara de su afirmación y confesara que se había equivocado, o como se lo diría en griego:
- Aracne, ¿por qué no te achantas de tu hibris y reconoces tu hamartía?
Pero Aracne le golpeó la mejilla con un ovillo de lana:
- Atenea, te desafío, te reto: tejamos.
La diosa aceptó el reto, pero perdió: lo que tejió Aracne era tan magnífico que ni siquiera la Envidia podría ponerle reparos, pero sí que pudo poner en Palas Atenea sus manos. La diosa, dolida por su inferioridad, rompió la obra de Aracne y le golpeó en la frente; Aracne intentó suicidarse atándose un lazo al cuello para ahorcarse, pero Palas se compadeció de ella y le dijo:
- Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de penalidad, para que no estés libre de angustia por el futuro, esté sentenciado para tu linaje incluso hasta tus remotos descendientes.
Y la convirtió en araña.
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