En un primer momento entramos a vivir en una casa impecable, absolutamente limpia, de muebles relucientes, de suelos sin mácula, de cristales tan translúcidos que rozan lo invisible.
Sin embargo, muy pocos días después de instalarnos en la casa, las paredes empiezan a llorar: añoran su independencia, su soledad, su silencio.
Sus lágrimas resbalan hasta alcanzar el suelo, y allí se quedan, como larvas inmóviles. No se secan: permanecen a la espera, atentas al signo, a la señal.
Después de habitar en la casa durante una semana, las paredes se sienten inquietas, se ponen nerviosas, tiemblan, y esa inquietud, ese nerviosismo, esos temblores les provocan un sudor incontenible.
Este sudor incontenible que transpiran las paredes como reacción a la constante presencia humana es el signo, la señal que esperaban las lágrimas, que se abrazan al sudor y se anexan, se funden, copulan.
Esta unión inconfesable tiene como resultado la metamorfosis de ambos líquidos, sudor y lágrimas, que ya son uno, en polvo, que se extiende por los muebles, por los suelos, por los cristales, que ya son tan opacos que rozan lo nocturno.
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