Desde que nacemos, contraemos un involuntario matrimonio con ella y ni siquiera en la muerte se extingue el contrato que nos vincula, y no hay forma lógica, ni poética, de saber si, tras convertirse nuestro cuerpo en polvo y abandonar de modo absoluto la existencia, nos abandona, pues quién nos asegura que después de muertos hay otra vida y que en esa vida extra no seguimos atados a ella.
Es sólo en la noche cuando la echamos de menos. Con las luces apagadas, acostados en nuestra cama, su inquietante invisibilidad nos carcome la conciencia. Tenemos la certeza absoluta, absoluta, de que si encendemos la luz estará ahí, debajo de nuestro cuerpo, adherida a las sábanas, pero una duda minúscula nos roe las pupilas. Cedemos a nuestro temor absurdo, encendemos la luz, comprobamos que sí, que la estamos aplastando, y volvemos a la oscuridad con solo apretar el interruptor, conciliando el sueño con el reposo de espíritu que nos concede la certeza de que seguimos casados con ella y de que no nos abandona, aunque a veces desearíamos estar solos.
Sin embargo, esto no es posible. ¿Cuántas veces hemos intentado pisarla? Incluso en el paroxismo del desprecio le hemos escupido, pero... ¿acaso se inmuta? En absoluto: tan solo conseguimos manchar el asfalto, las baldosas.
Un amigo paracaidista me confesó que cuando salta del avión a siete mil metros de altura siente unos temblores inauditos que paralizan sus nervios, porque se siente vacío, desolado, y que sólo cuando la ve allí abajo, acostada en la tierra, esperándole dispuesta para copular de nuevo con él, es capaz de reaccionar y tirar de la anilla.
Este raro himeneo es, curiosamente, ignorado por una gran mayoría de personas, que no le otorgan apenas importancia; de hecho, se pasan la vida ignorándola, sin mirarla a la cara y sin dedicarle unas breves palabras, pero habría que ver la expresión de sus rostros si un día, el menos pensado y más distraído, advirtieran que ha desaparecido su sombra.
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