Pepito, a lo largo de sus años en el colegio, faltó a clase en total algo menos de un año, unos trescientos días, pero cuando iba a clase hacía como si nunca hubiese faltado y jugaba con Paquito, Agustín, Enrique, Luisito y los demás compañeros de clase, y parecía que estaba atento a las explicaciones, aunque, como el resto de sus compañeros, no hacía ni caso de lo que decía la maestra ni los deberes que apuntaba en su cuaderno. La relación con sus compañeros no es que fuese magnífica, pero más o menos se llevaban.
Sin embargo, un día faltó a clase Paquito, y Pepito le dijo a la maestra:
-¡Seño, seño, Paquito no ha venido a clase!
Y la maestra, conciliadora, le respondió:
-No pasa nada, Pepito, es la primera vez que nos damos cuenta de que Paquito no viene a clase, y además su mamá nos ha mandado una nota para decirnos que no puede venir hoy.
-¡Sí, seño, pero no ha venido, tiene que ponerle una falta y un negativo!- le replicó a la maestra Pepito, muy excitado.
-Entonces, Pepito -le dijo la maestra-, ¿te ponemos a ti las trescientas faltas que has cometido y de las que nunca nos ha avisado tu mamá?
Y Pepito respondió, casi indignado:
-Nooooo, seño. Yo nunca he faltado a clase.
-¿Estás seguro, Pepito? -le preguntó, extrañada, la maestra-. Mira que yo te tengo apuntado en mi agenda. ¿Me habré equivocado?
-Claro que sí, seño. Yo nunca, nunca, nunca, jamás he faltado a clase.
-¿Quieres que preguntemos a tus compañeros, a ver si recuerdan que hayas faltado alguna vez?
-No hace falta, seño. Yo nunca he faltado.
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